Todo
sucede durante la oración de Jesús: "mientras
oraba, el aspecto de su rostro cambió". Jesús, recogido
profundamente, acoge la presencia de su Padre, y su rostro cambia. Los
discípulos perciben algo de su identidad más profunda y escondida. Algo que no
pueden captar en la vida ordinaria de cada día.
En la vida de los seguidores de Jesús no faltan
momentos de claridad y certeza, de alegría y de luz. Ignoramos
lo que sucedió en lo alto de aquella montaña, pero sabemos que en la oración y
el silencio es posible vislumbrar, desde la fe, algo de la identidad oculta de
Jesús. Esta oración es fuente de un conocimiento que no es posible obtener de
los libros.
Lucas
dice que los discípulos apenas se enteran de nada, pues "se caían de
sueño" y solo "al espabilarse", captaron algo. Pedro solo sabe que allí se está muy bien y que esa
experiencia no debería terminar nunca. Lucas dice que "no
sabía lo que decía".
Por
eso, la escena culmina con una voz y un mandato solemne. Los discípulos se ven
envueltos en una nube. Se asustan pues todo aquello los sobrepasa. Sin embargo,
de aquella nube sale una voz: "Este es mi Hijo, el escogido.
Escuchadle". La escucha ha de ser
la primera actitud de los discípulos.
Los cristianos de hoy necesitamos urgentemente
"interiorizar" nuestra religión si queremos reavivar nuestra fe.
No basta oír el Evangelio de manera distraída, rutinaria y gastada, sin deseo
alguno de escuchar. No basta tampoco una escucha inteligente preocupada solo de
entender.
Necesitamos
escuchar a Jesús vivo en lo más íntimo de nuestro ser. Todos, predicadores y
pueblo fiel, teólogos y lectores, necesitamos escuchar su Buena Noticia de
Dios, no desde fuera sino desde dentro. Dejar
que sus palabras desciendan de nuestras cabezas hasta el corazón.
Nuestra fe sería más fuerte, más gozosa, más contagiosa.